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sábado, 13 de febrero de 2016

Biografía Sor Juana de la Cruz Su Vida y Obra Literaria



Dotada de una inteligencia que le valió en el siglo XVII la admiración de la corte virreinal de México y le abrió perspectivas de una exitosa vida mundana, Juana Inés Asbaje eligió en cambio retirarse a un convento. Allí, absorbida por los estudios y la creación literaria, llevó una existencia callada y dejó una obra notable, cuyas normas rigieron la poesía de su tiempo.

La vida de sor Juana Inés de la Cruz —llamada por sus admiradores la Décima Musano fue rica en anécdotas espectaculares ni hechos detonantes. Su aguda inteligencia y acertado sentido común les señalaron tempranamente las dificultades que en esa época cerraban el paso a las mujeres que pretendían apartarse de los estrechos límites impuestos por las normas sociales entonces vigentes.

Optó prudentemente por el estado religioso y la más absoluta discreción, como pautas de vida, a tal grado que sus más íntimos anhelos quedan hoy escondidos detrás de los hermetismos barrocos de su estilo literario, y resulta imposible determinar hasta qué punto sus poesías líricas hablan de dolores sinceros o son la esgrima conceptual de la que se valía para tratar temas muy de moda en su tiempo.

El padre de Juana Inés, Pedro Manuel Asbaje, era un vasco que llegó en 1625 a la villa de Yecapixtla, en el sur del virreinato de la Nueva España, donde casó con Isabel Ramírez de Santillana, y ambos se trasladaron a la Alquería de San Miguel de Nepantla. Allí nació en 1651 Juana Inés de Asbaje, y al poco tiempo sus padres se trasladaron con ella a Amecameca, pequeña ciudad que tenía catedral y -detalle importante- escuela.

La misma Juana Inés, en su autobiográfica Carta a sor Pilotea recuerda su primer contacto con la enseñanza: cuando tenía solo tres años acompañó cierto día a una hermana mayor que debía tomar lección; la pequeña Juana no vaciló en decir a la maestra que la madre quería que se le diese lección también a ella. La instructora le dio, medio en broma, medio en serio, la lección solicitada, y al cabo de unos días la maestra comprobó con asombro que la niña aprendía a leer en brevísimo tiempo y a escondidas de sus padres, “creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden (…)”

De los pocos libros a su alcance no quedó una sola página que no leyese la niña; eran -no podían dejar de serlo en Amecameca- libros religiosos edificantes, la mayoría escritos en verso, de modo que la niña fue creciendo convencida de que la forma natural de expresión escrita era el verso y no la prosa.

A los ocho años descubre unos libros de su abuelo escritos en latín y se entera de que es posible estudiar esa lengua en la Universidad fundada un siglo antes en la ciudad de México. Comienza entonces a asediar a sus padres para que la envíen allá, y como estos no logran disuadirla, aducen una objeción que les parece decisiva: la Universidad no admite mujeres.

Juana no se arredra y les pide permiso para asistir a la Universidad disfrazada de hombre. Los padres accedieron a ruegos tan insistentes y permitieron que prosiguiera su educación en la capital, donde tomaría lecciones particulares de latín. Su padre la encomendó al cuidado de una caravana que se dirigía a la ciudad de México, donde la pequeña Juana fue acogida por unos parientes lejanos.

EXAMEN EN LA CORTE
No quedan muchas huellas de sus primeros años en la capital. Un documento certifica que tomó veinte lecciones de latín con el bachiller Martín de Oliva. El resto de su erudición -que poco después causaría asombro— lo adquirió por sus propios medios, con disciplina de autodidacta y recurriendo a curiosos métodos.

Para controlar sus progresos en el estudio se valía de un originalísimo “reloj”: cuando, ya adolescente, tuvo edad de complacerse con su figura, se cortaba los cabellos cuatro o seis dedos por encima de lo normal y se proponía estudiar un tema mientras su cabellera creciera hasta tener otra vez aspecto presentable; pues “no parecía razón que estuviese vestida de cabellos, cabeza que estaba tan desnuda de noticias”.

El recurso debió ser muy eficaz, y la fama de su saber voló de boca en boca hasta interesar al mismo virrey, Antonio de Toledo, funcionario progresista y protector de las artes. La corte virreinal brillaba por méritos propios, y la joven Juana Inés fue incorporada a ella a los catorce años, bajo la protección de la virreina, doña Leonor. No tardó la muchacha en conquistar la admiración general por su donaire, su discreción y, sobre todo, por su saber. En poco tiempo se formó un círculo de admiradores que hicieron de ella el ídolo mundano de la ciudad.

Manuscritas en páginas que circulaban de mano en mano aparecieron sus primeras poesías: sonetos, odas, poemas de circunstancias. Tanto éxito despertó el resquemor y la envidia de muchos personajes, hasta que la discusión sobre si era genuina o fingida la ciencia de Juana hizo que la Universidad tomara cartas en el asunto y organizara un examen en el que la joven debía responder a las preguntas de un tribunal integrado por más de cuarenta sabios versados en distintas materias. La prueba se efectuó en presencia de toda la corte, y la examinanda respondió con aplomo y amplitud impresionantes. Tal fue su único e insólito contacto con la soñada Universidad.

“LOS DOLORES QUE PADEZCO”
Antes de esta prueba, Juana Inés había ingresado en un convento de Teresas, pero un tropiezo de salud la devolvió al mundo después de tres meses de reclusión. Un año después, el 24 de febrero de 1669, a los dieciocho años, tomó definitivamente los hábitos en el convento de las Jerónimas, con el nombre de sor Juana Inés de la Cruz.

No dejaron de fabularse historias alrededor de su vocación religiosa. Según su propia versión: “Éntreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado muchas cosas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado que podía elegir en materia de seguridad que deseaba mi salvación, a cuyo primer respeto (…) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinentillas de mi genio, que eran de querer vivir sola, de no tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio (…)”

Su conducta, no obstante, fue ejemplar: cumplió con todas las obligaciones de su estado religioso y dedicó el resto de su tiempo al estudio, acompañada por los cuatro mil volúmenes que se llevó al convento, además de sus mapas, globos terráqueos y aparatos científicos.

La liberalidad de su regla monástica le facilitó el quehacer intelectual, pero no faltaron algunos inconvenientes. Una de sus superioras le prohibió el estudio, convencida de que estaba vedado por la Inquisición: “Yo la obedecí (…) y aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió (…)”. La prohibición duró tres meses, y los buenos oficios de las autoridades allanaron todos los inconvenientes pues la sabia monja era visitada y consultada por los estudiosos y literatos de su tiempo, y hasta por los virreyes. Pero un dolor insaciable, del que se queja con palabras amargas, la mortifica en el convento, donde sus días solitarios carecen “no solo de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo solo por maestro un libro mudo,, por condiscípulo un tintero insensible (…)”.

Al final de su vida un cambio radical se produjo en su forma de ser. En 1693 vendió todos sus libros e instrumental, y destinó la recaudación al auxilio de los pobres, conservando solo algunos cilicios y disciplinas y tres devocionarios. Al poco tiempo su superiora la reprendió por llevar los ejercicios de penitencia a límites que bordeaban el suicidio. En 1695 la peste asoló el convento y sor Juana se empeñó en la atención de las enfermas hasta caer ella, víctima del mal el 17 de abril.

Su obra literaria revela una inteligencia penetrante que nunca olvida su condición femenina. No faltan en ella sugerencias llenas de sensatez sobre la educación de las mujeres, la conducta de los hombres para con estas (como en las conocidas redondillas: “Hombres necios que acusáis…”) y sobre la angustiante situación espiritual de su sexo. Quizá su ambiente fue un yugo que la asfixiaba, pero nunca se quejó abiertamente: “Bien ha visto, quien penetra/lo interior de mis secretos, / que yo misma estoy formando / los dolores que padezco”.

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